Los pintores españoles en París luchaban por obtener un lugar en la vida artística de la ciudad: trabajaban, se relacionaban y encontraban a otros jóvenes con sus mismas inquietudes, unos compatriotas suyos, otros no. De estos contactos surgió el Grupo Tempo, del que yo formé parte desde su creación, motivo por el cual me siento cualificado para dar mi visión particular de su historia, orígenes y principios estéticos.
Quiero incidir en primer lugar en un punto que me parece muy importante: el Grupo Tempo, no respondió a una decisión improvisada o tomada a la ligera, sino que fue el fruto de varios años de trabajo y largas conversaciones teóricas con lo que iban a ser sus miembros.
Yo conocí en primer lugar a Egon Nicolaus, a finales del año 1958. Creo recordar que fue en una exposición en la galería Stadler de la rive gauche de París. Comprobamos enseguida que teníamos una gran identidad de criterios plásticos y, ya en 1960, mucho antes de la creación de Tempo, comenzó nuestra andadura conjunta.
El cinco de mayo de dicho año se inauguró en el Museum Fur Volkerkunde de Hamburgo una exposición colectiva en la que participé junto con Nicolaus y Arthur Kopcke, pintor y propietario de la galería de Copenhague que llevaba su nombre. Esta colectiva tuvo repercusiones críticas (Die Welt y Hamburger Echo, entre otros periódicos alemanes) y precedió en más de tres años a la primera exposición del Grupo Tempo.
Pero fue realmente Nicolaus quien aglutinó al resto del grupo. El tenía muchas conexiones con la Europa escandinava y se convirtió en el catalizador de todas las actividades. Los restantes miembros del grupo los fui conociendo a través de él y a algunos, como Sam Kaner, ni siquiera llegué a verlos nunca. Nos reuníamos en Montparnasse y con el francés como lengua común discutíamos sobre el arte del momento. De esta manera poco a poco se fue creando un grupo ecléctico, no sólo en cuanto a nacionalidades sino también en cuanto a tendencias pictóricas. Hay que tener en cuenta que en aquella época la especialización en el arte estaba muy acusada (dentro del abstracto existían los constructivistas y los tachistas, los matéricos y los no matéricos, los más líricos y los menos líricos); hasta tal punto llegaba la especialización que no sólo se apreciaba en los artistas sino también en las galerías. Cada una de ellas trabajaba con una tendencia muy concreta.
Así pues dos denominadores comunes nos unían: por un lado la residencia en París de la mayor parte de los miembros del grupo y por otro lado una actitud ante el arte que se manifestaba mediante la abstracción, abordada desde múltiples facetas. Como escribía un crítico que visitó la segunda exposición de Tempo, en la galería “Bernd Clasing” de Münster, se notaba en todos sus miembros un afán común, “el afán de enriquecer con formas y conjunciones estructurales la pintura espontánea predominante en la última década”. No había uniformidad de caracteres ni de tendencias aunque en espíritu se daban muchas semejanzas. Mentalmente existía una simpatía, una relación. No se trataba de una ideología ni política ni estética porque en estos aspectos se procuraba que hubiera la mayor amplitud posible.
Por otra parte, a pesar de las frecuentes tertulias, la intercomunicación no era demasiado intensa a causa de los diversos orígenes de los componentes. De ello se derivaron indudables ventajas, como una gran libertad de acción (lo único que realmente contaba era la obra), pero también algunos inconvenientes, como el no formar un grupo de presión lo suficientemente fuerte (Tempo nunca redactó un manifiesto). De esta manera Tempo, se convirtió en un grupo de trabajo, con el objeto de buscar apoyo unos en otros.
Las dificultades para exponer eran muchas, más aún para los jóvenes pintores de vanguardia. A este punto se unían los problemas propios de la supervivencia fuera del país de origen. Mediante Tempo, se consiguió exponer conjuntamente en lugares inasequibles para cada uno por separado. Incluso los costos se abarataban al trabajar todos juntos.
De todos modos los problemas seguían siendo muchos y no era raro perder exposiciones completas sin obtener el más mínimo beneficio económico.
No quiero dejar de apuntar el carácter adelantado de la composición del grupo. Traspasando los nacionalismos, el Grupo Tempo, fue concebido sin fronteras como una unión de artistas internacionales que, sin perder sus características más personales, entendieron su labor como algo que escapaba de los límites de un país y que tendía (como el arte mismo) a lo universal. Ahora, cuando está muy en auge el debate entre una pintura de raíces nacionalistas y otra con bases estéticas eclécticamente seleccionadas de todo el mundo, recuerdo a los componentes de Tempo, como un grupo que supo combinar ambas cosas, apostando por la vanguardia internacional y conservando la herencia artística que cada uno había recibido. Esto es algo de lo que inevitablemente participa la obra de arte.
Paso a analizar la composición del grupo: además del ya mencionado Nicolaus y del propio autor de esta tesis, integraron Tempo,: un italiano: Gino Scarpa; un sueco: Bertil Lunberg; tres daneses: Erick Ortvad, Borge Sornum y Erik Nyholm;dos estadounidenses: Herbert Gentry y Sam Kaner y un inglés: Gordon Fazakerlay. Diez componentes en total la mayoría nacidos en la década de los veinte (el mayor es Erik Nyholm, nacido en 1911 y el más joven Gordon Fazakerley, 1936).
Evidentemente de diez pintores jóvenes con una trayectoria profesional recorrida y unos intereses pictóricos muy concretos se pueden esperar los más variados resultados, sin embargo existió algo que los enlazaba y los unía aparte de la pura lucha por la supervivencia en el mundo del arte y fue la creencia en unos principios estéticos comunes. Críticas de la época, publicadas con motivo de la exposición del grupo en la galería “Bernd Clasing” de Münster señalaban este hecho. Voy a hacer un breve repaso de los comentarios aparecidos al respecto: “ Se trata de figuras de relieve que en los caminos del arte moderno muestran características generales pero que al mismo tiempo se esfuerzan por conseguir expresiones individuales. Al contemplar, una tras otra, las obras de los diez, se reconoce fácilmente su parentesco interno: en su búsqueda y formulación, más o menos revolucionarias, de lo nuevo, en su forma de liberarse del “lastre”, de desarrollar ideas y técnicas originales. Y sin embargo, hay diferencias marcadas entre ellos, por su visión natural o fantasía con que tratan de representar al mundo y a ellos mismos, pero sobre todo por los medios que aplican en sus composiciones. Se trata, pues, de un círculo de creadores ciertamente homogéneo en sus concepciones básicas, pero de los cuales cada uno tiene una escritura plenamente individual”.
Por su parte el diario Stadtanzeiger comentaba bajo el título “Cuadros de diez pintores de Europa y de Estados Unidos en la galería Bernd Clasing” la composición del grupo: “ Se exponen cuadros de diez pintores, exponentes, en su casi totalidad, de la generación joven. El mayor tiene 52 años: la mayoría nació en la década de los veinte. Todos ellos han participado en exposiciones internacionales. La mayoría tiene cuadros en conocidos museos y galerías. En resumen, tienen el renombre suficiente para hacer la exposición atractiva” .[...]
Efectivamente fue éste el nexo de unión más fuerte entre los componentes de Tempo. En una época de fuertes polémicas alrededor del tema abstracción/figuración, Tempo apostó claramente por una tendencia común manifestada desde diez personalidades distintas. Una tendencia de vanguardia en esos momentos a la que cada uno llegó por vías diferentes. Aún cuando algunos componentes del grupo emplearon una relativa figuración, toda la obra de Tempo quedaría enmarcada dentro del informalismo, poseyendo toda la riqueza y variedad del mismo que fue desde el tachismo hasta la abstracción lírica pasando por una pintura matérica. Una crítica de la época se refería a este punto, con motivo de la primera exposición del grupo en 1963: ”(...) las variaciones formales son pues, múltiples en esta exposición. El rasgo común se deriva de la fuerza artística con que estos pintores dan expresión pictórica, usando medios actuales, de nuestro tiempo y de nuestro mundo”.
Es importante señalar que cuando se decidió crear el grupo, cada componente estaba formado y había tomado su propia postura ante la pintura. Fue la coincidencia de esta postura la que nos unió. Se partió pues de una obra realizada y no de unas abstracciones teóricas. Así, en el momento de la unión, cada uno poseía su propia personalidad pictórica, con unas características fuertemente arraigadas. la crítica de aquellos años también lo señaló: “(...) Es obviamente imposible establecer un denominador común para diez personalidades artísticas de acentuada individualidad. No obstante, es fácil detectar al menos una característica común: todos se encuentran inmersos en el actual desarrollo estilístico del arte, o sea, el término riqueza y variedad del mismo que fue desde el tachismo hasta la abstracción lírica pasando por una pintura matérica. Una está plenamente justificado (...)”
La Luz en el Museo. Es este un elemento fundamental. Las obras plásticas, pinturas o esculturas, son primordialmente visuales y la luz determina, sin ninguna excepción, su forma, su color, sus contornos, su presencia objetiva. Sin luz, no puede haber percepción de la obra de arte.
Ahora bien, ¿cuál sería la luz perfecta?
Yo creo que la polémica entre luz natural y luz artificial ya no tiene sentido. Es conveniente recordar que la mayoría de las obras contemporáneas han sido concebidas y realizadas con una iluminación totalmente artificial en unos estudios donde el foco es rey. Lo mejor es probablemente conseguir una buena combinación luz natural-luz artificial a fin de que cualquier obra se pueda disfrutar en cualquier momento.
En principio, la iluminación por el techo puede ser considerada como la más natural, ya que reconstituye la luz cenital. Claraboyas, cristaleras con iluminación artificial y los clásicos focos, spots, etc. ofrecen múltiples posibilidades a los especialistas del tema. Pero personalmente creo que hay dos reglas de oro: primero, la luz debe de situarse a una distancia que permita iluminar la obra considerada en su totalidad, en los casos en que no se pueda poner difusa e indirectamente; y segundo, nunca tiene que ser excesiva, puesto a pecar, mejor es hacerlo por falta que por sobrante. Yo recuerdo experiencias lamentables, como la de una sala recién inaugurada donde los raíles de proyectores fueron situados a apenas 20 centímetros de la pared donde cuelgan los cuadros. Tal colocación implica un desconocimiento total de las normas más elementales de una iluminación correcta y no es necesario insistir sobre el desaliento del artista que se ve en el difícil trance de montar una exposición en estas condiciones.
Tal vez convendría consultar sobre estos temas a los pintores y escultores cuyas obras irán en parte a engrosar los fondos de estos museos y salas de arte. Tampoco estaría de más realizar algunas encuestas entre los sufridos visitantes de estos solemnes edificios...
Metiéndome en consideraciones sobre la luz en los museos, y sin ánimo de tecnicismos, ya que no soy ningún especialista en este tema, se me ocurre que ésta no sólo es importante en su efecto físico y directo, sino en su absorción y reverberación por muros, techos y suelos. Todos estos factores, color y textura de las paredes, materiales empleados para los suelos, sin olvidar los rótulos y añadidos de diversas categorías, muchas veces con brillos y reflejos inoportunos cuando no molestos y arbitrariamente colocados, producen con una frecuencia alarmante efectos luminosos que están evidentemente fuera del contexto pictórico.
A título anecdótico, y sobre la influencia e importancia que pueden tener las paredes en la buena visibilidad de una sala de museo, me viene a la memoria cómo, antes de la inauguración del Museo de Arte Abstracto de Cuenca, se pintaron todos y cada uno de sus espacios innumerables veces hasta lograr el tono y la textura adecuada para conseguir una perfecta visión de los cuadros, tal y como lo concebían Zóbel, Torner y Rueda.
Una obra de arte resulta totalmente distinta cuando se ve trasladada de un ámbito a otro. Yo recuerdo una visita al cuadro de Las Meninas durante su restauración en el taller donde se realizaba el trabajo de limpieza, con una luz natural y cenital excelente. Una visión posterior, esta vez reinstalado en su lugar definitivo en el Museo del Prado, me proporcionó una decepción: el cuadro había perdido la riqueza de matices, la jugosidad y frescura de los blancos anacarados, y no precisamente porque su iluminación fuera artificial, sino porque no era, o así me lo pareció, la adecuada para el lugar y para la obra.
Sin embargo, existen instalaciones que se pueden calificar de modélicas. Basta citar como ejemplos, tanto en Museos de nueva planta como edificios rehabilitados a tal destino, la National Gallery de Washington debida al arquitecto I. M. Pei (1978), la Fundación Miró del arquitecto José Luis Sert en Barcelona, la Pinacoteca de Munich, prácticamente reconstruida por Hans Döllgast tras la Segunda Guerra Mundial, o el Museo Picasso de París, instalado en un antiguo “Hotel Particulier”, el Hotel Salé, cuyas posibilidades han sido aprovechadas al máximo en todos sus aspectos fundamentales. Evidentemente, existen muchos más ejemplos de museos con cualidades dignas de elogio, pero no se trata aquí de hacer una lista exhaustiva de los grandes museos del mundo.
No puedo poner un punto final a estas breves consideraciones sin mencionar que la luz ya no está exclusivamente al servicio de las obras de arte expuestas en los museos, sino que es frecuentemente parte fundamental del actual lenguaje plástico. Para muchos artistas de nuestros días, la luz es el material e instrumento de su labor creativa. Yo pienso en el vídeo, el ordenador, las composiciones de tubos de neón, el mismo plástico con efectos lumínicos, etc. Estos nuevos soportes de la creatividad requieren a su vez espacios distintos y vienen a modificar totalmente el concepto del Museo tradicional. Ya no se trata de iluminar las obras de arte, sino de dejar que su propio juego de luces invada los ambientes donde se presentan al espectador.
Estos artistas llenan el espacio con imágenes luminosas, fijas o móviles. Mezclan toda clase de recursos electrónicos. Frente a estos desafíos, un museo fiel a su misión tiene que ser un organismo vivo y dar, día tras día, las soluciones oportunas a los problemas que no deja de plantear una creación sin límite.
En definitiva, hay que ser muy prudente a la hora de dar pautas sobre la luz o cualquier otro elemento importante en los museos. Las pautas válidas en una época determinada son susceptibles de cambios insospechados con el paso de los años.
A modo de conclusión, diría que en un museo, aun siendo fundamental la iluminación, es casi tan importante o más crear un clima favorable a la obra de arte, es decir, conseguir que el espectador se integre plenamente con las obras y el lugar donde se hallan. No es cuestión de mucha, poca o muy buena luz, se trata de que sea la justa en un ambiente determinado y siempre único. Hay ocasiones en las que un museo resulta agobiante o pesado, precisamente por un exceso de preocupación en la iluminación o en cualquier otro aspecto del montaje. Y es que, como dicen los franceses, le mieux est l’ennemi du bien o lo que es igual, no hay que rizar el rizo.
Salvador Victoria
Febrero de 1988
La década de los 60 es el período que consolida la generación que, a mi parecer, más ha significado en las artes plásticas de este medio siglo que se está terminando.
De una pintura académica o anclada en presupuestos anteriores al trabajo de los pioneros de la abstracción, una generación de jóvenes rebeldes supo pasar al contexto intelectual de la época y situarse en primer fila de la vanguardia artística internacional, ya a finales de los años cincuenta (Bienal de Venecia de 1958...).
Cuando llegan los sesenta, esta vanguardia, que tenía claras raíces parisinas y centroeuropeas, fue rápidamente asumida y españolizada gracias a las extraordinarias cualidades pictóricas de un numeroso grupo de artistas (Bienal de Venecia de 1960...).
La gran influencia de la emigración plástica de los años anteriores se hizo sentir en la evolución del arte español durante toda esta década: un ejemplo claro de este hecho fue el nacimiento del Museo de Arte Abstracto de Cuenca, impulsado por Fernando Zóbel y con la participación de importantes artistas paralelos al grupo El Paso y recuperados de esta diáspora, entre los cuales se pueden citar a Sempere, Farreras, Lucio Muñoz, etc. (1966).
En esta vanguardia, que también se reagrupó alrededor de Juana Mordó, hubo mucho de mimetismo y algunos de estos artistas se inspiraron indudablemente en la obra de determinados pintores o escultores extranjeros. Sin embargo, creo que el mimetismo de los sesenta tuvo poco que ver con un mimetismo más reciente de la vanguardia. En efecto, en esta época significaba una rebelión en contra de una serie de ideas y conceptos académicos más o menos admitidos y no tenía nada que ver con la imposición de una estética a la moda, al menos en España.
La generación de los sesenta, tanto los abstractos como los figurativos más contestatarios, luchó por aquello en lo que creía; los resultados fueron varios, pero siempre quedará este esfuerzo conjunto que abrió las fronteras españolas a ese “arte otro” y en definitiva a la libertad.
Salvador Victoria
Junio de 1990
La finalidad que yo persigo constantemente es que el color vibre de tal modo que la estructura de la composición tenga un papel aparentemente secundario, y así dar mayor protagonismo a lo puramente pictórico: texturas, calidades y armonías, elementos básicos o fundamentales en toda obra plástica que se precie detener un interés, es decir, elementos todos utilizados en el lenguaje de la plástica y no en otras artes.
Salvador Victoria